«Una cosa que yo siempre me he preguntado es '¿por qué nos
libramos?'». Ertzainas del grupo 5 de la comisaría de Bilbao se reúnen
cada 31 de agosto desde hace once años para festejar que siguen vivos.
El 31 de agosto de 2002 ETA planeó hacer estallar una bomba con 35 kilos
de dinamita titadine al paso de una furgoneta policial –aquel día iban
dentro siete agentes– que se dirigía por la calle Zamakola al centro
para toxicómanos de Hontza. «Los desactivadores nos reunieron tiempo después de aquello
y nos dieron dos opciones: un fallo (en la bomba), que por algún motivo
se apagara el receptor; o que funcionó el inhibidor. 'Quedaos con la
que mejor os deje dormir', nos dijeron».
Óscar, el policía que conducía, vio un vehículo sospechoso,
tuvo «una corazonada» y encendió «el inhibidor», recuerda. Los
artificieros de la Ertzaintza consiguieron desactivar el artefacto horas
después. «Id a celebrarlo porque habéis vuelto a nacer», les
advirtieron. EL CORREO les acompañó en el último encuentro, celebrado en
la medianoche del pasado viernes 31 de agosto en el mismo bar de Bilbao
que siempre, al que asistieron una veintena de ertzainas. «Pudimos
haber volado por los aires, pero seguimos aquí, en el mismo trabajo, y
hay que celebrarlo». «Lo bueno es que está pasado y casi hasta
olvidado», dicen después de haber conmemorado la fecha ya en once
ocasiones. Cada Navidad desde entonces juegan al 31.802, «y no nos ha
tocado nunca ni dinero atrás», sonríen.
De los siete agentes que iban en la furgoneta del conocido
como 'dispositivo Palanca', creado para patrullar de forma especial por
el barrio de San Francisco en 1996, cinco acudieron a la última cena,
aunque sólo tres permanecen aún destinados en Bilbao. El resto trabaja
ahora en Sestao y en la Brigada Móvil. Tenían entonces entre 30 y 40
años; hoy tienen once años más y muchas anécdotas que contar del trabajo
diario del patrullero en la calle. «Doblas una esquina y te la estás
jugando, no sabes si vas a acabar arrastrándote por el suelo con uno»,
apunta Rafa.
Sus compañeros de grupo, entre ellos cuatro aguerridas
mujeres, les arroparon desde el primer momento, pero echaron en falta
algún acto de apoyo de la Jefatura de entonces. Recién nombrado, el
consejero Rodolfo Ares acudió a la comida en una ocasión, después no
volvió, y hace dos años invitaron a Josu Puelles, hermano del
responsable de Información del Cuerpo Nacional de Policía, Eduardo
Puelles, asesinado con un coche bomba en La Peña. Con información
facilitada por una patrulla de la Ertzaintza, Puelles y sus compañeros
detuvieron a los responsables de este atentado, que hoy en día cumplen
condena en prisión.
«Un ángel»
Aquel 31 de agosto de 2002 tenían turno de noche, pero
entraron antes porque había convocada una manifestación de HB, «de las
grandes», y formaban parte del dispositivo. Les tocó cubrir la puerta
trasera de los juzgados. Hacía pocos días que el juez de la Audiencia
Nacional Baltasar Garzón había ordenado a la Ertzaintza clausurar las
sedes de Batasuna y el Cuerpo temía un ataque inminente como represalia
contra alguno de sus miembros.
«Aún recuerdo la disposición de la furgoneta, cómo íbamos
sentados, yo detrás del conductor», confiesa uno de los mandos. En el
'briefing' (la reunión previa a salir a patrullar) les informaron de que
tres hombres que se identificaron como etarras habían secuestrado a un
transportista y le habían dejado atado a un árbol en Dima, llevándose su
furgoneta, una 'Volkswagen Transporter' de color azul, y les
facilitaron el número de matrícula. Le advirtieron de que se despidiera
del vehículo porque lo iban a utilizar en un atentado. ETA planeaba una
acción inminente porque ni se molestó en cambiar la placa. Aquel hombre
desconocido, al que los ertzainas consideran «un ángel», logró desatarse
y comunicó lo ocurrido a la comisaría de Durango. Gracias a eso los
ertzainas de Bilbao salvaron la vida. Y también gracias a Óscar, nombre
ficticio del conductor de la furgoneta policial. (Los nombres utilizados
en este artículo no son reales porque algunos de sus protagonistas
prefirieron no revelar lo ocurrido a sus familias para no preocuparles.
«Si se lo digo a mi ama, se queda en el sitio», argumenta uno).
«Este pimpollo estuvo sembrado», dicen en referencia a Óscar. «Ese día me lo tomé muy en serio, tuve una corazonada», asume él. Desde hacía un año, todas las tardes se dirigían por el
mismo camino, no había otra alternativa, al centro Hontza. Los vecinos
se oponían a la apertura del centro para toxicómanos y se registraron
algunos incidentes. Los ertzainas del 'dispositivo Palanca' establecían
un cordón para que los usuarios pudieran entrar en el servicio, que
abría a las nueve y media de la noche. Tiempo después, la Ertzaintza
interiorizó la instrucción 53, por la que se suprimían rutinas y se
tomaban precauciones ante posibles emboscadas.
«Cuando enfilábamos la calle Zamakola en dirección hacia
Hontza, Óscar divisó una 'Transporter' azul como la sospechosa aparcada
en línea a la izquierda; al acercarse a unos dos metros vio las letras y
«el tercer y cuarto dígito de la matrícula» y frenó en seco. «¡Que es
esa, que es esa!», espetó. Sus compañeros abrieron las puertas traseras
con la intención de bajarse. Les seguía un autobús de línea. Entonces,
alguien gritó: '¡Tira, tira!' y «di al inhibidor», recuerda Óscar. Las
patrullas llevaban un aparato portátil, una especie de walkie-talkie con
una pestaña para activarlo que anulaba una frecuencia. Pasaron junto a
la 'Transporter' aguantando la respiración. Están convencidos de que la
rapidez de reflejos de Óscar les salvó la vida, aunque él opina que el
mérito fue del transportista que se liberó y dio la voz de alarma.
«Intentamos dar con él para invitarle a la cena, pero no le
localizamos».
Detuvieron la furgoneta debajo del puente de Miraflores,
desde donde un etarra era el encargado de hacer estallar la bomba
mediante control remoto. Los siete de la furgoneta y sus compañeros de
turno cortaron la circulación, acordonaron la zona y desalojaron los
edificios cercanos mientras esperaban la llegada de los artificieros.
«Uno de los desactivadores miró en el interior de la furgoneta y salió
corriendo». Dentro había una olla con 35 kilos de explosivo y metralla.
«Pese a que la furgoneta era semiblindada, nos habría destrozado a
todos», sentencia Rafa. Los de explosivos lograron desactivarla sin
hacerla detonar, de forma que no eliminaron huellas.
«Nos propusieron que nos fuéramos a casa, pero todos nos
quedamos». Al llegar a la base, el jefe de operaciones les dio la
enhorabuena y les facilitaron el teléfono de los psicólogos del
Departamento. «He intentado pasar por encima, no profundizar, porque si
me ponía a pensar... se me iba la cabeza», se emociona Rafa, padre de
dos niñas que entonces tenían pocos años, pese al tiempo transcurrido.
Él no llegó a coger ni un día de baja. «Tiendes a apartarlo»; «es como
una película para recordar»; «hay que pasar página», añaden los demás.
La mejor terapia la hicieron con las largas charlas que mantuvieron en
la propia furgoneta.
Al día siguiente, Óscar cogió una mata de rosal de la zona
donde se encontraba aparcada la furgoneta-bomba. «La sigo teniendo en
casa, está superfrondosa», detalla. (FUENTE: EL CORREO).
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