Basta con diez o veinte miligramos de Zolpidem, el
principio activo del somnífero más vendido en España, disueltos en el
cubata. En pocos minutos, la voluntad de la persona, su capacidad para
resistirse a cualquier tipo de agresión, se anula por completo. Y
desaparece del organismo en menos de 24 horas. Su efecto es tan
diabólico que puede dejar una secuela amnésica: cuando la víctima se da
cuenta de lo que ha pasado no puede demostrar gran cosa ante el juez.
Por eso, hay que actuar rápido, ir inmediatamente a un hospital para que
busquen la droga en la sangre y la orina. No es algo puntual, ni un
rumor amplificado en internet. Forenses, policías, sanitarios y
asociaciones de ayuda a víctimas confirman que los casos no dejan de
crecer. «Es muy importante que la gente sepa que esto pasa y hay que
denunciarlo», advierte Teresa Echevarria, enfermera de urgencias del
Hospital Clinic de Barcelona, el primero de España que empezó a llevar
un registro de este tipo de agresiones... en 2009. Sí, es muy reciente.
Casi tanto como su nombre en español: sumisión química.
Lo acuñó el catedrático de Toxicología Manuel
López-Rivadulla en 2008, el primero en publicar algo científico en
nuestro país y, por tanto, muy al día de la dilatada experiencia en
otras latitudes como Canadá, Estados Unidos, Francia o Gran Bretaña.
Allí, cuando una mujer dice que la han violado, pero que no ha podido
resistirse «porque me encontraba como en una nube», las urgencias actúan
con extrema rapidez y con un protocolo claro para que las pruebas no se
borren del organismo. A Sara, la autora de las comillas, no le
aplicaron ninguno. No existía.
En abril de 2010, cuando se presentó en las urgencias de
un hospital de Castilla-León contando que «todo es confuso, pero tengo
muy claro que me han violado y no he podido hacer nada para impedirlo»,
los sanitarios alucinaron. Siendo sinceros, es para extrañarse. En estos
temas el límite entre lo normal y lo anormal es muy poco preciso. No
había restos de semen, ninguna sustancia extraña en las muestras de
sangre, ni arañazos, tampoco hematomas. Pero la chica, con los 19 recién
cumplidos, insistía en el hospital y en comisaría: «Un tipo de cuarenta
y muchos que a veces trabaja en la discoteca me ha violado».
Año y medio después, el juez ha archivado su caso por
falta de pruebas. El tipo en cuestión declaró que fueron relaciones
consentidas. Con preservativo. Sara recuerda ahora muchos detalles:
«Todo empezó en un garito donde un hombre al que conocía de vista me
trajo un Barceló con Coca Cola. No noté nada raro. Un leve mareo,
quizás. Luego empecé a sentirme como en una nube, le decía a todo que
sí. Iba flotando, me llevó al parking, nos metimos en su coche y
acabamos en un descampado. Yo no quería, pero no podía físicamente
decirle que no. Me dijo 'vamos atrás y quítate la ropa'. Me la quitó él.
Empezó a besarme, se me puso encima y seguía sin poder hacer nada. Mi
cuerpo, mis brazos, mis manos, mis piernas, ni siquiera la voz me
respondían. Quería gritar ¡noooooooooooooo!, pero era imposible. Yo era
consciente de que me estaba violando y no podía hacer nada. Sé que suena
raro, pero es tremendamente angustioso».
La dejó en su casa, durmió un rato y se despertó llena de
dudas. ¿Qué ha pasado? ¿Un mal sueño? Pasadas unas horas se espabiló
del todo y se lo contó a una amiga. Luego a su madre. A la Policía, dos
días más tarde. Demasiado tarde. Los análisis dieron negativos. El mal
se había esfumado de su sangre, no de su cabeza. Ha estado peleando en
los tribunales año y medio para nada. «Lo más duro es comprobar dos
cosas: que no puedes ganar ante un juez porque no hay rastro que valga y
luego está la incredulidad de la gente. En mi entorno les costaba
entender que no me defendiera. Tener que justificarte una y otra vez,
cuando eres la víctima, es muy duro». Sara sigue en tratamiento
psicológico desde entonces.
Pero hay gente que cree en ellas. En el Instituto
Nacional de Toxicología, dependiente del Ministerio de Justicia, por fin
se lo han tomado en serio. El año pasado analizaron 130 muestras de
casos de agresiones sexuales bajo la sospecha de la sumisión química.
Este van por los 90. «Nos llegan muestras de toda España, pero muy pocos
casos dan positivo. Se tarda en denunciar y los niveles que se
encuentran de estas sustancias son muy bajos», ilustra Begoña Bravo,
coautora del protocolo que se ha hecho llegar a todos los forenses del
país.
En el Hospital Clínic, centro de referencia en Barcelona,
analizan cerca de medio centenar de casos al año. Y va en aumento,
aunque los positivos son también escasos. Pero más importante que el
número sea quizás la decisión de tratar de acabar con las lagunas del
sistema sanitario español que aumentan la indefensión. «Había muchas
carencias», admite el profesor López-Rivadulla desde la Universidad de
Santiago. «La sumisión química es un tema bien conocido en países
vecinos, pero aquí el personal sanitario tenía total desconocimiento.
Desde hace tres o cuatro años hemos empezado a hablarles de esto a los
futuros ginecólogos. No tenían ni idea. Les llegaba una víctima y
buscaban solo vestigios biológicos para determinar al agresor y se
perdían datos que la propia víctima desconocía».
El poli drogado
Algo parecido le pasó a un médico de un hospital
vizcaíno. «Se me presentó una chica de casi treinta años, llorando. Me
contó que se había despertado desnuda en una lonja, solo tenía las
zapatillas y los calcetines. No se acordaba de nada. Entre nieblas se
quedó sola con un chico. Nada más y venía a hacerse las pruebas de
embarazo y VIH. A mí me extrañó mucho, pero la verdad es que no tenía
ninguna razón para inventarse todo eso. Los tests se hacen gratis y sin
pedir explicaciones. Su angustia parecía real. Le derivamos a la Policía
y todo quedó ahí, como el caso de otra chica que llegó con hematomas
pero tampoco recordaba nada».
En Cataluña están especialmente sensibilizados con el
asunto. Sanidad y Policía, aunque los últimos anden más despistados: «Ni
los Mossos ni nosotros tenemos ningún tipo de protocolo específico para
actuar en estas situaciones tan difíciles y donde la rapidez es
primordial», critican desde el Sindicato Unificado de Policía, SUP. «Y
lo peor es que tampoco vemos ninguna voluntad de meter mano al asunto, y
los casos se están disparando. Las denuncias crecen y crecen, pero es
muy difícil llegar a probar nada si no derivamos a las chicas a los
hospitales con rapidez y allí les hacen las pruebas exactas. Nosotros
deberíamos tratar de controlar más la venta de escapolamina en internet,
lo que los sudamericanos llaman burundanga. Hay que tomárselo muy en
serio y no se está haciendo». Si bien, en los laboratorios forenses de
Santiago Madrid y Barcelona aseguran que la cacareada escapolamina «es
meramente testimonial. De cien casos, sale uno».
El colmo de todos los colmos para un poli que persigue la
sumisión química es que se la hayan pegado en una convención
internacional. Ocurrió en Hospitalet hace un par de años. «No me enteré
de nada. Al acabar las reuniones fuimos a tomar algo. Lo mío fue solo un
gin-tonic, cogí un taxi y a casa. A la mañana siguiente mi mujer me
dijo que estropeé un bafle al caerme al suelo, que balbuceaba mucho... y
no recuerdo nada. Me la echaron fijo», cuenta el experto.
Quizás la peor parte se la lleven las adolescentes. En la
inmensa mayoría de las agresiones a mayores o menores digamos que las
circunstancias, el contexto, «es perjudicial para la mujer porque han
consumido alcohol y a veces otra droga de forma voluntaria». Explicar
todo ese potaje cuando tienes 16 años es complicado. Icíar se lo calló
tres días y al cuarto soltó la bomba en casa: «Estaba bastante 'pedo' y
no me acuerdo de mucho más. Lo veo todo muy borroso, creo que me violó,
porque mis amigas me encontraron con los pantalones bajados». Ocurrió en
una playa de Valencia este verano. La familia no ha podido hacer nada.
Los médicos confirmaron que la chica había mantenido relaciones
sexuales, pero no encontraron ni una sola huella química.
Lo que dicen los expertos, no Internet
(FUENTE: EL CORREO).