El 19 de enero de 1971, los inspectores de la Brigada
Criminal de El Puerto (Cádiz) aparcaron el 'Renault 8' a unos 200 metros
de la barriada de El Pilar. Llovía a mares. El pago Rioja, un
descampado sucio con cuatro eucaliptos enfermos y una escombrera, se
había convertido en un barrizal. Cuando el conductor apagó el motor,
Manuel Delgado Villegas, posteriormente conocido como ‘El Arropiero’, se
llevó las manos a la cabeza y preguntó: «¿Me vais a pegar?».
«Tranquilo», le respondió uno de los agentes. Y luego: «Tú dinos dónde
está el cuerpo». Manuel les señaló una maraña de retamas y basura.
Antonia Rodríguez Relinque, de 38 años, desnuda y con una media atada al
cuello, llevaba 72 horas sin vida. ‘El Arropiero’ confesó que había ido
«a verla» tres noches consecutivas para violar su cadáver. Salvador
Ortega, el responsable del caso, le preguntó al asesino: «Pero Manuel,
¿cómo has podido venir aquí para acostarte con una muerta?». 'El
Arropiero' le respondió: «Así es mejor porque no habla».
En esa frase cabe toda la crueldad del mayor asesino en
serie de la Historia de España. Antonia Rodríguez fue la última de sus
48 víctimas confesas. El policía que lo atrapó, Salvador Ortega,
criminólogo, experto en deductiva y en técnicas forenses, ya está
jubilado. A él le encargaron la titánica tarea de acompañar a 'El
Arropiero' por toda España y parte de Europa. Durante tres años, en un
periplo digno de la peor pesadilla, recorrió los escenarios de sus
crímenes, intentando reconstruir la mecánica de los asesinatos. En cada
parada, sintió crecer el asombro de encontrarse «frente a un
especialista en matar gente, frente a un hombre que manejaba unos
conceptos del bien y del mal completamente distintos a los nuestros. O
sea, frente a un psicópata».
El proceso que condujo a la detención de 'El Arropiero'
comenzó con una muerte supuestamente accidental. La Brigada Criminal de
El Puerto, a la que pertenecía Ortega, investigaba la desaparición de
Francisco Marín, un chaval retraído, con fama de homosexual, que llevaba
días sin aparecer por casa. «Encontramos su cadáver flotando en el
Guadalete», recuerda el inspector. «Yo pedí permiso para estar presente
en la autopsia. El forense lo abrió, tocó aquí y allá, y concluyó que
había muerto por asfixia. 'Asfixia por sumersión', dice. Yo no me lo
creo. Le digo que aparenta tener cavidades rotas y entonces él admite,
un poco avergonzado, que en realidad no es forense. Se trataba del
médico de guardia de Marina. Antes las cosas eran así. De vez en
cuando…».
– O sea, que no se ahogó.
– No. Le pedí permiso al juez para que la autopsia la
hiciera un especialista. Cuando le abrió las cavidades superiores,
buscando restos, y llegó a la tráquea, se encontró con un destrozo
brutal.
– El golpe del Legionario.
– Así lo bautizó la prensa. Por lo visto 'El Arropiero' lo
aprendió allí, en la Legión. Manuel era un tío muy fuerte. Les daba a
sus víctimas un golpe seco, en la garganta, con el revés de la mano y se
acabó. En esas estábamos, investigando la muerte de Francisco, cuando
despareció la Toñi…
A Manuel le arrestaron porque estaba en el círculo de
amistades de las dos víctimas, pero lo soltaron pronto. «Pensábamos que
era medio subnormal. No parecía…», cuenta Ortega. Sin embargo, un
policía municipal les avisó de que le habían visto «dándole guantazos» a
la Toñi el mismo día de su desaparición. Volvieron a detenerlo. «Y
después de presionarlo y de siete horas largas de interrogatorio, lo
soltó todo».
Ese «todo», al principio, fueron solo las muertes de
Francisco Marín y Antonia Rodríguez. Pero Salvador y el resto de la
Brigada se fueron topando más tarde, interrogatorio tras interrogatorio,
con un reguero de asesinatos sin resolver que había comenzado en 1963,
hace ahora 50 años, cuando Manuel abandonó la Legión para vagabundear
por España, y que en menos de ocho años había rozado el medio centenar
de muertes. Cataluña, Madrid, Ibiza, Andalucía, Sur de Francia, Costa
Azul, Italia…
– ¿Cómo le sacaron la confesión de sus 48 crímenes?
– Con mucho trabajo psicológico. No se le tocó ni un pelo.
Me encargué personalmente de eso. No nos convenía. En seguida noté que
Manuel no quería, bajo ningún concepto, parecer idiota. No aguantaba que
lo llamaran tonto. Así que decidimos que tenía que sentirse importante.
Y, en compensación, él comenzó a largar. Empezó a vanagloriarse de toda
la gente a la que se había cargado. Adornaba las cosas, les ponía un
lacito y papel celofán para que tú no vieras la clase de monstruo que
era, pero en el fondo le gustaba presumir de sus asesinatos.
– ¿Fabulaba?
– Con el tiempo nos dimos cuenta de que teníamos que
aprender a separar la realidad de la ficción. Él nos decía: «Aquí estuve
con una chavala de 19 años, no veas qué cuerpo…». Y resultaba que era
una anciana de 68 a la que había arrojado por un barranco y a la que
después había violado con una fractura de fémur abierta…
Los jefes de Salvador apreciaron que la técnica del
inspector, basada en espolear su vanidad de asesino, funcionaba. Así que
le endosaron una maleta llena de sumarios abiertos y vía libre para
llevarse a 'El Arropiero', envuelto en una atención mediática sin
precedentes, a una macabra turné por los escenarios de sus crímenes.
Llorach, Tarragona: el 21 de enero del 64, Manuel aplastó
el cráneo de un hombre que dormía en la playa para robarle la cartera y
el reloj. Ibiza: en el verano del 67 asesinó y violó (en ese orden) a la
estudiante francesa Margaret Helene Boudrie. Madrid: el 20 de julio del
68 le quebró el cuello al campesino Venancio Hernández Carrasco por
negarse a darle un poco de comida. Barcelona: en 1969 estranguló al
industrial catalán Ramón Estrada Saldrich para quitarle mil pesetas y
una sortija. Mataró (Anastasia Borrella, de 68 años), Niza, París,
Roma…. La lista se fue alargando hasta abrumar a los inspectores.
Para el expolicía, resulta imposible entender por qué
cometió «esa colección de crímenes» si se intenta «solo desde nuestros
supuestos mentales». «Simplemente, cuando sentía un estímulo violento,
lo cumplía. Y le gustaba. Se lo pasaba fenomenal. Disfrutaba matando. Le
producía placer. Por eso no concebía la idea de límite».
–
¿Y aún así, cómo es posible que alguien diagnosticado como deficiente
mental mantuviera en jaque a los investigadores durante ocho años?
– 'El Arropiero' tartamudeaba, era disléxico y no tenía formación. Pero no era imbécil.
– Médicamente aparece catalogado como «un deficiente mental que rayaba en la oligofrenia».
– Sí, deficiente mental y oligofrénico… (En tono irónico)
Oligofrénico… los cojones. (Largo silencio). Qué coño oligofrénico, si
se montaba unas coartadas…
–
Según su informe, en Ibiza, tras asesinar y violar a la estudiante
francesa, lavó y cortó el cuerpo con una pequeña navaja para que la
policía no reconociera el modus operandi que había seguido en otros
crímenes…
– Y no solo eso. A veces tenía ideas magistrales.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo: cuando asesinó a Estrada Saldrich, cruzó la
frontera con Francia. Él sabía que Saldrich era un pez gordo… Sabía que
la policía española se volcaría en el caso, así que se largó a París, se
presentó en el consulado español e informó de que llevaba tres meses en
el país, buscando trabajo. El embajador hizo constar oficialmente el
dato en un informe que remitió a la policía francesa. Tres meses. Con lo
cual, cuando nosotros intentamos cuadrar el asesinato de Saldrich con
su recorrido por toda España, no encajaban las fechas. Nos despistó
hasta que yo encontré un registro en un hospital: Manuel había vendido
sangre para sacar dinero en Mataró. Eso lo situaba en la zona cuando
ocurrió el crimen. A pesar de que finalmente no le saliera, fue una
jugada maestra.
–
En algunas de las fotos de entonces aparecen ustedes abrazados y hasta
sonrientes. ¿Llegó a trabar con él algo parecido a una amistad?
– Una amistad entre comillas. Una amistad interesada. Había que establecer esos lazos para esclarecer los crímenes.
– Y él, ¿bajó la guardia?
– A veces, como cuando regresábamos de reconstruir el
crimen de Garraf. Veníamos en el coche. Yo delante, charlando con el
conductor; él detrás, con un policía a cada lado. En la radio estaban
dando las noticias y el locutor dijo que habían detenido en México a un
tipo con ochenta cadáveres enterrados en el jardín. Me dio dos
golpecitos en la espalda. «¿Qué te pasa, Manuel?», le digo, con su
aliento pegado a la nuca. Y él, tartamudeando: «Je-je-je..fe. Déjeme
libre dos días. Suélteme usted dos días que yo vuelvo luego, se lo juro.
Que-que-que no me escapo. Pero ese cabrón mejicano no mata más gente
que yo…».
– ¿Nunca se puso violento?
– Se pillaba unos cabreos mortales. Había que temerle.
– ¿Recuerda alguno?
– En Ibiza un juez le regaló unas botas de cuero, unas de
esas botas de caña que llegan casi a las rodillas. Y unos vaqueros. Lo
llevaba todo puesto cuando lo metimos en una celda de la comisaría de
Barcelona. Nos fuimos. Por lo visto Manuel le pidió un cigarro al
guardia entrante. «¿Un cigarro? Un cigarro te voy a dar, hijo de puta.
Asesino de mierda…». Claro, nos llamaron. Cuando llegamos Manuel estaba
desnudo, incontrolable. Había destrozado los vaqueros y las botas. El
trozo más pequeño que quedaba era del tamaño de una moneda de dos euros.
Incluyendo la suela y el tacón. Y solo contaba con sus manos y con sus
dientes.
–¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
– Intenté verlo cuando estaba en el psiquiátrico de
Fontcalent… Lo miré desde lejos. Había degenerado mucho. Me dije: ¿para
qué, si no me va a conocer? Me dio pena y me fui.
– ¿Le afectó aquello?
– Claro. Nos afectó a todos.
– ¿Le afecta todavía?
– De vez en cuando me despierto nervioso. Sueño que está a
mi lado. Otras veces creo que sigo con él por ahí, de viaje. Me pongo a
darle vueltas al asunto y me pregunto por qué no nos dejaron terminar la
investigación. Supongo que tuvo que ver con que se decretara su ingreso
en un psiquiátrico. Pero me sigo preguntando de dónde vino la orden de
que paráramos cuando llevábamos cerrados ocho casos y ya habíamos
confirmado su participación en 22 crímenes. Y entonces es difícil que
vuelva a coger el sueño. Han pasado más de 40 años y aquello todavía me
desvela.(FUENTE: EL CORREO).
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