El teniente Benítez defiende una consigna tan obvia como certera. “La
coca es muy mala y mueve mucho dinero. No conviene olvidarlo…”. Desde
un espartano despacho en el cuartel de Cantarranas, en el barrio
valenciano de Natzaret, el jefe de la sección fiscal del puerto de Valencia,
traza a diario la estrategia para blindar la entrada del polvo blanco.
Pilota a más de cien guardias civiles, que rotan con periodicidad
imprevisible para “evitar problemas y tentaciones”. El escenario son las
despejadas instalaciones portuarias, una superficie que equivale a 600
campos de fútbol y que pasa por encabezar en España el tráfico de contenedores: cerca de 2.000 diarios, según la Aduana Marítima.
El instituto armado y el teniente Benítez saben que el liderazgo
comercial del puerto —64 millones de toneladas anuales— y las conexiones
con países calientes de Sudamérica son una ecuación peligrosa. Valencia
actúa como enlace de inversiones y también de punto estratégico en la
ruta de la cocaína. La Aduana Marítima incautó desde el inicio de la
crisis, en 2008, 9.615 kilos de cocaína,
el 38,6% de todas las aprehensiones en España, según este organismo que
depende de la Agencia Tributaria y que confirma que el puerto
valenciano podría ser, tras el de Amberes, la segunda frontera
comunitaria de la cocaína. Detrás se situarían Rotterdam, Barcelona y
Tarragona.
La concesión condicional del podría no es gratuita. La Guardia Civil
defiende que no existe (necesariamente) una relación entre las
cantidades incautadas y el tráfico real. “Las aprehensiones han
aumentado por el incremento comercial y la eficacia [de los registros]”,
añade Marta Catalán, administradora de la Aduana Marítima, que quita
hierro a un informe de la ONU elaborado con datos de 2007 que situaba a
Valencia como el colador europeo de la droga. La Aduana, además, dice
manejar informes que apuntan a la tendencia de los narcos a reducir los
cargamentos para aminorar el impacto económico de las capturas y el
desvío a rutas alternativas por el efecto “de la colaboración policial”.
Son las 12.00. El cóctel de humedad y calor asfixia. Un guardia civil
supervisa la apertura de 30 camiones en la zona de control aduanero,
donde se escrutan uno de cada cinco contenedores de entrada. Abrir todas
las cargas resulta imposible: exigiría multiplicar por 20 los agentes,
retrasaría los envíos tres horas y encarecería 1.000 euros los portes de
cada contenedor. “Realmente se revisan todas las mercancías de riesgo”,
matiza José Manuel Parra, de la contrata FCC Logística,
cuyos operarios —todos civiles— refuerzan el trabajo de los agentes de
la Aduana y la Guardia Civil. Se comprueban permisos y la carga, una
titánica labor que abarca desde detectar falsificaciones de la última
versión del iPhone a frenar la entrada de plagas de una partida
de bonsáis. El equipo tiene la misión de identificar los dos
contenedores con sorpresa —droga— que de media recalan mensualmente en
Valencia. Los registros combinan el carácter aleatorio con la revisión a
conciencia de las mercancías procedentes de Perú, Costa Rica, Ecuador y
Colombia, que fueron en 2011 los principales emisores de la droga que
recaló en España a través de Valencia.
Abrir todas las cargas resulta imposible:
exigiría multiplicar por 20 los agentes, retrasaría los envíos tres
horas y encarecería 1.000 euros los portes
Cuando la revisión ocular no es suficiente o existen indicios
de una entrada por un chivatazo de las policías Europol, Interpol o la
DEA, la agencia antidroga estadounidense, el contenedor puede ser
sometido al casi infalible escáner, una máquina gigante controlada por
un par de experimentados operarios de la Agencia Tributaria y el
instituto armado que desgrana los detalles de un contenedor, sus
posibles dobles fondos y eventuales recovecos para esconder la droga. EL
PAÍS asiste al funcionamiento del avanzado aparato, pero se ocultan
detalles aduciendo motivos de seguridad. El escáner permitió hace unos
meses descubrir una hilera de fardos de cocaína incrustados en el falso
techo de un camión. El transportista, como en la mayoría de los casos,
no fue detenido, ya que se le consideró un mero operario que desconocía
el contenido de la carga.
Tirar del hilo que conduce hasta la pirámide del clan mafioso es una
tarea minuciosa. Exige rastrear tarjetas de crédito, cuentas y empresas.
En ocasiones, el puerto de Valencia representa la pieza suelta de un puzzle
donde la discreción y la colaboración policial son claves. La madrugada
de la jornada que este periódico visitó el puerto se incautaron 90
kilos de cocaína. La aprehensión apenas trascendió para no frustrar una
investigación de largo recorrido. “Hay veces que es complicado y la
investigación puede llegar hasta donde puede llegar”, admite el teniente
Moisés de la Guardia Civil, que niega la presunta rivalidad con la
Policía Nacional en las operaciones de narcotráfico.
La tenacidad supone otro factor clave, como recuerda un agente con
más de dos décadas de experiencia. “Tras un exhaustivo registro en un
chalé a las afueras de Valencia donde no encontramos nada, volvimos días
después con el perro, que se puso a ladrar de forma violenta junto a la
pared. El olor le venía del enchufe, que actuaba como transmisor del
techo. Rompimos la talla y comenzó a nevar”, recuerda apasionado.
El escáner permitió hace unos meses descubrir una hilera de fardos de cocaína incrustados en el falso techo de un camión
Las mafias se reinventan para colocar la mercancía. De métodos
sofisticados como impregnar el polvo blanco en la ropa o diluirlo en un
champú al rudimentario gancho libre, que gana enteros en el puerto de
Valencia, según fuentes policiales. Su funcionamiento es sencillo. Antes
de pasar la revisión aduanera, a plena luz, se extrae la bolsa con
cocaína de un contenedor con mercancía convencional. Se sustituye el
precinto de seguridad en una de las zonas de sombra (sin cámaras) y la
carga pasa desapercibida los controles. El cambiazo requiere de la
participación de dos a cuatro personas, según la Guardia Civil, con una
probabilidad muy alta de que se trate de profesionales que se mueve con
facilidad por un puerto, que genera 15.000 empleos directos e
indirectos, según Valenciaport. “Sé que hay personas dentro [del puerto]
que están en el ajo, pero no puedo probarlo”, explica un responsable
del instituto armado que participó hace unos meses en la captura de
7.000 kilos de hachís camuflados en unos tubos de invernadero y que
requirió la contratación de un mecánico con una radial.
La Guardia Civil que opera en el puerto de Valencia admite que la
crisis facilita la labor de captación de los narcos. Un correo, el
encargado de transportar un cargamento, cobra una media de 6.000 euros
por llevar cinco kilos de cocaína, que se venden en el mercado primario
por 250.000 euros. Es el primer eslabón de la cadena (90% de pureza). El
precio de la mercancía se multiplica por 10 cuando cambia de manos,
desciende a los adinerados ambientes y se adultera con sustancias como
cal de la pared o matarratas.
Las mareantes cifras del ingente negocio de la cocaína suscitan una
pregunta. ¿Quién controla al controlador? El teniente Benítez admite la
complejidad de escrutar todas las piezas de su engranaje. De apariencia
afable y responsable, el mando pone la mano en el fuego por sus cien
agentes. Piensa en su trabajo “día y noche”. Un compañero suyo explica
bajo anonimato por qué nunca aceptaría la oferta de un narco. “Primero
te prometen 3.000 euros por hacer la vista gorda, luego 1.500, y más
tarde, 100. Si aceptas, la has cagado. Acabarás trabajando gratis para
unos delincuentes y con la amenaza de que asesinen a tu familia”. (FUENTE: EL PAÍS).
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