Una sugerencia para los organizadores de cursos de alfabetización digital y de adiestramiento en el uso de redes sociales: urge formar a la gente en el empleo de los emoticonos. Son ya tantos y tan pintorescos que al verlos en el mensaje recibido uno no sabe si le felicitan o le están insultando.
Cuando surgió el primer 'smiley' nos pareció un detalle simpático, y sin duda lo era. Aquella cara risueña venía a perfeccionar el «punto de risa» propuesto ochenta años antes por Ambrose Bierce: un signo de paréntesis horizontal que imitaba el gesto de la boca al reírse. A partir de ahí la analogía se puso manos a la obra y fue tratando de completar con imágenes el infinito catálogo de las expresiones faciales, con el vano propósito de reemplazar al lenguaje de las emociones.
El auge del emoticono habla del imperio avasallador de lo emocional, pero a la vez de un déficit galopante en nuestra capacidad de expresar los afectos mediante el lenguaje. No es verdad que los 'emojis' añadan matices a las palabras. Al contrario, las suplantan, y al hacerlo simplifican los mensajes reduciéndolos a balbuceos, a gruñidos, a gestos simiescos. En estos tiempos aumenta de manera abrumadora la cantidad de los mensajes -es decir, crece el ruido-, pero al mismo tiempo se reduce su dimensión. La ilusión visual de un emoticono que con un simple clic reproduzca todas las intenciones del emisor supone abrir la puerta a la ambigüedad. O, lo que es lo mismo, al malentendido.
Hay usuarios de Whatsapp que han desarrollado reflejo especial para responder los mensajes con un limitadísimo catálogo de caritas, pensando que los receptores son seres inteligentes y sabrán interpretarlas. Su ingenuidad es la misma que la del conductor que presiona el claxon o el joven que pega un silbido para hacerse reconocer a distancia, y lo único que consiguen es que vuelvan la cabeza todos menos el destinatario. Pero la vieja creencia de la supremacía de los signos icónicos sobre los símbolos -o, lo que es lo mismo, de la imagen sobre la palabra- ha popularizado estos garabatos pobres de contenido que en los últimos tiempos tratan de compensar su parquedad a base de multiplicarse.
De las caritas portadoras de emociones básicas hemos pasado a los emoticonos de países, costumbres, comidas, oficios, aficiones o personajes, hasta convertir las comunicaciones en una sucesión de ideogramas que recuerda a las cartillas de parvulario. Y hay colectivos que demandan su propio emoticono con la misma pasión con la que se quejan a la RAE por las acepciones ofensivas de su nombre genérico o de su gentilicio. Como en tantos otros aspectos de la comunicación, la función referencial de los mensajes es desplazada por la función emotiva. No importa tanto lo que decimos como lo que sentimos al decirlo. La emoción en estado puro: o sea, en estado ininteligible.
Fuente: Diario Vasco.